lunes, 26 de mayo de 2014

Pesca

Disfrazadas con piel de juventud, dos viejas almas amigas se sientan en la misma banca verde cada semana.
Como quien amarra su bicicleta a un contenedor de basura, abren su maletin y alistan las herramientas. Son dos pescadores de sueños, y las noches de fin de semana, en ese lugar a la orilla del mar de los deseos, siempre prometen la misma incertidumbre.
Amarrados, también como bicicletas, al mástil de una razón onírica, emulan a Ulises para no caer ante el canto de las sirenas. Entienden que los deseos son burbujas que no han de ser reventadas. Así, los roces de esas noches, suspendidas en su propia cotidianeidad, permiten permanecer atado, por una parte, y jugar al márgen de la razón, por otra.
En ocasiones aparecen perros disfrazados de libreta de apuntes, bailarinas envueltas en una tortilla o sirenas en bicicleta; se dice que incluso se han visto extrañas caracterizaciones de los reyes magos, cerca de los primeros días de enero.
La magia del lugar consiste en soltarlo todo para poder pescar cualquier ilusión. Y luego soltarla también. La ciencia del lugar consiste en no planear nada para que no sea necesario ningún tipo de aterrizaje: Se trata de estar. El arte del lugar consiste en dos cálidos coyotes que nunca llegan, pues nunca se van: El agua en donde nadan las fantasías.
Ahí y entonces, los dos pescadores se sientan en una banca verde y, con amarres imaginarios, lanzan dos cuerdas con el vacío como anzuelo. Luego, en lo que algo sucede, esperan a que no pase nada. El chocolate demasiado caliente dificulta la paciencia que la pesca exige, por lo que dos vasos tibios (que bien pueden servir para dos posteriores cervezas encubiertas) marcan la pauta para que los sonidos se conviertan en palabras y para que la realidad adquiera la forma de, por ejemplo, un niño paseando a un perro prestado a toda velocidad.
La pesca es el pretexto, pues aun en las ocasiones en que los amarres se sueltan y las sirenas amenazan con devorarlos, reventando así las burbujas de sus propios deseos, las bicicletas, medio favorito de transporte para el alma, son suficientes para transformarlo todo en un después que, qué bueno, nunca llega.
Así cada noche inédita a la orilla de ese mar se convierte al mismo tiempo en una secuela de la anterior y en una precuela de otrá más que, qué bueno, siempre llegará.

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